Gabriel García Márquez

‘No hay en mis novelas una sola línea que no esté basada en la realidad.
No he inventado nada. Todo tiene una base real’
(Gabriel García Márquez)

*** *** ***

Mi infancia no tuvo libros, aunque sí excelentes narradores orales.

En la larga mesa de madera de la niñez, sin televisión, sin internet, sin teléfono, quedaba todo el espacio libre para hablar. Para escuchar.

En las vacaciones, en los viajes al campo, cada noche, un tío viejo se erigía como relator en el antiguo patio de tierra, bajo un altísimo cielo estrellado.
Mientras las sombras borraban el paisaje cercano, el remoto ritual del relato recreaba imágenes y las palabras urdían una red de impresiones.
La mayoría de los sucedidos, historias de los hombres del lugar, se ubicaban en una inmensidad rural de lejanos horizontes que la noche llenaba de magias y de miedos.
Y nuestra niñez, entre curiosa y hechizada, arrebujada de tímidos silencios, ya no estaba allí sino que transitaba los caminos de las historias, unas veces heroicas, otras melancólicas, o graciosas o tristes, exaltadas, llenas de suspensos.
En ese viaje al recuerdo, al amor, a la pena, nuestros oídos infantiles se nutrían de hechos reales mezclados con creencias, fabulaciones, mitos; que siempre se daban por ciertos, por verdaderos.

Aquellos hombres eran supersticiosos por herencia de raza, y líricos por amor a la naturaleza.
Recuerdo con entrañable nostalgia a esa gente que alimentó nuestra ávida alma con perdurables emociones.
Ecos sagrados que me llegan hasta hoy.

Regresábamos a la ciudad con la cabeza llena de fantasía y el corazón agitado de tantas sensaciones.
Cuando contábamos estas historias en el pueblo, se nos tildaba de ignorantes.
El alma infantil quedaba doblemente herida.
El tío viejo, que había sido para nosotros el ‘héroe’ del que esperábamos que nunca terminara de hablar, era negado –cuando no burlado- por los ‘dueños de la verdad’.
Los hechos narrados eran ‘imposibles de suceder’.
Los realistas daban por tierra con nuestras ilusiones que para nuestra mente infantil eran absolutamente verdaderas.

Luego la vida tuvo infinitos caminos, incontables partidas.
No sé en qué remoto lanchón llegué un buen día caribeño por Magdalena a Macondo y di con el mago Melquíades, con la Cándida Eréndida, con el coronel esperando eternamente una carta que nunca llega.

Resultó que en las páginas de García Márquez estaban las historias increíbles del campo.
Estaba mi tío viejo narrando magias y mi mestiza inocencia.
Todo bajo un mismo cielo que une las historias de esta región del sur del mundo y que son comunes a los pueblos de América.
‘Lo que le pasaba a ellos también me pasaba a mí’ diría don Atahualpa.

Hoy, lo cierto, lo verdadero, es que aquella mágica realidad americana se volvió novela o cuento, llegó, incluso, a encumbradas bibliotecas y se convirtió en Premio Nobel de Literatura.

El discurso de García Márquez en la ceremonia de Estocolmo fue un canto a América Latina.
Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal de América, y no su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de Letras.
Todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíbles nuestra vida.
Éste es el nudo de nuestra soledad’.

Mi adultez redescubría este continente que ya había conocido, sin saberlo, en la niñez.
No puedo más que sentir orgullo de los doscientos años de América que, hasta donde sé, me transitan por la sangre.

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Gabriel García Márquez nació en Aracataca, Colombia, con una vuelta de cordón en el cuello; su tía abuela Francisca lo frotó con ron y agua bendita ‘por si aparecía otro percance’; afuera se desataba una tormenta descomunal, poco habitual en esa época del año.
Eran las nueve de la mañana del 6 de marzo de 1927.

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