Una casa sin discos

Si, nací en una casa sin discos.
Cuando a mis dieciocho años pude comprar un ‘Wincofon’ (tocadiscos) llené los días y a mi gente con música de folklore, algo de tango y más tarde con el naciente rock nacional.
Un día, de aquel distante tiempo joven, volví a casa llevando conmigo un oscuro –y para las dimensiones actuales, enorme- disco de vinilo con ‘Claro de Luna’.
Consciente de mi ignorancia y gustos pocos entrenados para la música culta, quería comenzar a vencer un penoso oído demasiado duro.
No andaba con chiquitas. Empecé por Beethoven. Toda una audacia.
Coloqué el disco sobre el plato afelpado, tomé el brazo del tocadisco (esto se hacía manualmente, la automatización vino después) con su formidable cabeza y ubiqué la ínfima púa en la primera línea del long play.
El piano comenzó a desplegar la claridad de esa bella sonata que se elevaba hacia el satélite tan caro a las almas románticas.
Confieso –con no poca vergüenza- que habiéndola escuchado no me provocó nada.
Borges dice que si comenzamos a leer Shakespeare y no nos atrapa, es porque todavía no somos dignos de Shakespeare.
Si me atengo a la teoría de don Jorge Luis, la culpa era exclusivamente mía.
No me di por vencido.
En los años posteriores, mozo aún, asistí, en mi pueblo, a cuanto concierto pude.
En una oportunidad se presentó la Sinfónica Nacional en Neuquén. Allá fui, empeñado siempre en ganarle a la sordera musical.

Muchos años después, bajo otro techo, al borde mis sesenta, uno de mis hijos que ha estudiado música, me entregó un video con la ‘Novena Sinfonía’ en una versión de la Orquesta Shiton Kinien, dirigida por Seiji Ozawa, de Japón.
Me sugirió que escuchara el primer movimiento.
En casa había otras versiones de la última sinfonía del músico alemán: Herbert Von Karajan, John Elliot Garniner.
Esperé el momento en que pudiera darle todo el tiempo y sustancia espiritual para escucharla.

Estaba solo, recuerdo, en un cuarto de casa que llamábamos ‘estudio’.
La tarde se iba en sombras hacia la noche, la batuta se levantó al cielo, el mundo de fuera desapareció, la música ocupó todos los espacios de la habitación, del cerebro y del alma; sólo me quedaron los sentidos de la vista y el oído.
La sangre -que a veces se enturbia por las injusticias y hace levantar un puño, como dice Saramago- ahora se purificaba, disminuía su velocidad y subía, cristalina y salada, hasta mis ojos.
Cuando escucho música no sé donde hay una blanca o una semicorchea, pero ese día, Borges, comprendí que era digno de Beethoven.
Había valido la pena, allá en los años de la mocedad, llegar un día con aquel remoto vinilo.
Tengo el mismo ‘oído insonoro’ de siempre.
Mas, creo que lo que se alivianó es el alma.

En cuanto a Beethoven, tengo que reconocer, no sólo su música grandiosa sino que, aquella tarde, me maravilló cuanto habrá conocido el principio sensitivo humano, para que yo, un lejano habitante de un pequeño pueblo del sur del mundo, en este siglo XXI, se emocionara con una obra que el músico alemán había escrito en el siglo XIX.


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