Día de las Américas (II)

Alejo Carpentier sobrevuela la Gran Sabana en el sur de Venezuela, que él denomina el mundo del génesis.

Cuenta que después de volar una hora sobre una selva profunda, apretada, sin tregua, súbitamente, con brusquedad que les arranca un grito de asombro, el suelo, el verdor infinito, ha saltado a cuatro mil pies de altitud.
Un colosal peldaño de roca ha levantado la selva entera, la aupado de una sola vez, para ponerla a la altura de la nubes.
Esta es la increíble muralla que ha cerrado el paso a tantos y tantos aventureros, que corriendo detrás del espejismo del oro, les arrancó lágrimas de despecho.
Aquí se detuvo cien veces el signo de la cruz.
Aquí perecieron mercaderes oscuros.
Sobre este paredón se asienta la inmensa terraza que es el alucinante mundo de la Gran Sabana, virgen de las rocas, hasta no hace mucho mundo perdido, secular asidero de mitos, cuyo ámbito misterioso, sin caminos conocidos ni accesos aparentes, se confundió, durante siglos con el Dorado de la leyenda, reino fabuloso de Manoa, que los más ambiciosos buscaron incansablemente, casi hasta los días de la Revolución Francesa, sin renunciar ante fracasos, por ver aparecer sobre los ‘árboles que se perdían en las nubes’ según el inglés Walter Raleigh, el emporio de la abundancia, territorio al que Voltaire llevó los personajes de una de sus novelas.

Sobre el ancho manto virgen, entre un mar de árboles, se alzan dos gigantescos mausoleos de bárbara arquitectura cuyos ángulos roídos por siglos memoran la Pirámide de la Luna en Teotihuacán.
Esas moles, situadas en forma paralela, tienen un aspecto grandiosamente fúnebre, pareciera que bajo enormes sudarios de piedra esculpidos por milenios de tempestades y lluvias, yacieran dos titanes, con sus perfiles vueltos hacia donde el sol nace.
Pronto sabrá Carpentier que su impresión coincidiría con quienes denominaron a los enormes cenotafios ‘Los sepulcros de los semidioses’.

Aquí estamos nuevos, continúa maravillado, ante paisajes tan nuevos, como pudo serlo para el primer hombre el paisaje del Génesis, del inicio de las formas del que habla el Popol Vuh (‘En un principio no había nada que hiciese el menor ruido en el cielo’).

La revelación de la formas continúa.
Lo que se alza ahora a su derecha nada tiene que ver con los sepulcros.
Hay que imaginar unos enormes tubos de órganos, de unos cuatrocientos metros de alto, que hubiesen sido atados y plantados sobre guijarros.
Su imaginación occidental le evoca el castillo de Macbeth o el de Klingsor. Luego la comparación no le parece justa, porque ello sería inadmisible, limitadas, en este riñón de la América virgen, tierra de los indios karamakotos, en el valle de Karamata.
Estas agujas de roca observa son demasiado altas para componer un decorado.

Hacia el Brasil se levanta el formidable Roraima-Tepuy, el modelo, el Patrón Roca de la Gran Sabana, al que los indios arekuna adoran con himnos fervorosos.
Cuando el gran explorador alemán Richard Schomburgk, alcanzó la base del monte Romaina, en 1842, se declaró abrumado por su insignificancia ante ‘lo sublime, lo trascendente, implícito en esta maravilla de la naturaleza’. ‘No hay palabras -agregaba el romántico explorador- con qué pintar la grandeza de este cerro con sus ruidosas y espumantes cascadas de prodigiosa altura’.

La alta meseta es el mundo de la roca, pero también es reino de las aguas vivas, donde sucede la magia de lo fluyente, de lo inestable, de lo nunca quieto, con retozos de ríos que desde allá arriba se arrojan a los cuatros vientos de América, para convertirse en largos estandartes refulgentes, con flecos de neblinas, colgados de las cimas.

Ahora están sobrevolando, rozando los flancos del más legendario de los cerros de la Gran Sabana: el Auyán-Tepuy, recién descubierto, apenas explorado, cuyo aislamiento de siglos que se entrelazan con la creación del mundo, se añade el prestigio que le han dado las consejas y supersticiones del lugar.
Un hombre blanco, Jimmy Ángel, llegó en 1937, hasta allá arriba en su avión.
Cuando intentó aterrizar, el barro pantanoso le atrapó las ruedas, no le devolvió la aeronave al explorador y allí quedó, como una gran libéluba.
A los indios no le resultó raro.
Siempre auguraron desgracias para quien lo ascienda.

Desde unos 980 metros se desprende el Salto del Ángel (nombre homenaje a aquel visitante).
Este suntuoso Ángel no alcanza a poner los pies en tierra; antes de tocar la superficie se deshace en humo de espuma, en espeso rocío que riega eternamente el verde profundo de los arboles.
El día que Carpentier visitó el lugar, la maravillosa caída bajaba en dos brazos que se juntaban luego en el vacío.
Cuando las espesas nubes llenan los centenares de estanques de la cima del Tepuy, el agua revienta en cascadas por todos los bordes.
Las aguas se entrechocan, giran, brincan en el aire, encendidas por todas las luces del arco iris, rompiéndose en una inacabable explosión de espejos.

Carpentier reflexiona que es falso decir hay paisajes a medida del hombre y otros que no lo son.
Todo paisaje está hecho a medida del hombre, puesto que el hombre habrá de servir de módulo en todo lo que concierne a la Tierra.
Lo que debe saberse es para qué hombre está hecho el paisaje.
Para qué sueños, para qué ojos, para qué empeños.
‘La medida del hombre es también la del ángel’.
Aquí agrego para aclarar, a San Martín le quedó chica la Cordillera. Su empeño era superior a las altas montañas.

Aquí el hombre vive como el sexto día de la creación.
Sin evocación literaria.
Aquí las grandes formas, hermosas y dramáticas, puras y silenciosas, son la perfecta representación de la Creación, en su facultad de esculpir todo lo que se ve.

Luego el escritor sostiene que para los indios que viven en la Gran Sabana, guardando la fe primera, esas montañas conservan, por la limpieza de sus cimas nunca holladas, por su majestad de grandes monumentos sagrados, toda su índole mítica.
Para ellos estos cerros, estos Tepuy, siguen siendo la morada de las Fuerzas Primeras.
Cuando truena no debe mirarse hacia la cima del Tepuy.
Nunca cometerían ese pecado.
Jamás reducirían su medida de ángel.



El texto, aquí extractado, proviene de dos escritos ‘’La Gran sabana, mundo del génesis’ y ‘El salto del Angel, en el reino de las aguas’, publicados en ‘Carteles’ entre enero y febrero de 1948.

‘Ensayos selectos’-Alejo Carpentier-Editorial Corregidor-Buenos Aires 2003.

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